129 ALEGRÍA VV.AA.

ISBN: 978-84-18885-29-7

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Néstor Villazón, Ruth Vilar, Enrique Torres Infantes, Marcela Terra, Fernando Rodríguez Araya, Yaiza Ramos, Francisco Ramírez López, Alfonso Plou, Miguel Palacios, Nacho Ortega, Sara Núñez de Arenas, Pedro Montalbán-Kroebel, Carmen Menager, Sebastián Moreno, Antonio Miguel Morales, Áurea Martínez Fresno, Maribel Lázaro, Elena González-Vallinas, Ozkar Galán, Julio Fernández Peláez, Lola Correa, Alberto de Casso, Eduardo Caballero, Roberto Bezos, Beatrice Bergamín, Jimena Aguilar, Ana Abad de Larriva
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No hay teoría sobre la alegría, no merece la pena establecer estudios científicos que demuestren por qué la alegría es inherente a lo humano (si dejamos a un lado los cepalópodos). Basta echar mano de la intuición, del conocimiento innato, para caer en la cuenta de que si es preciso, desarrollaremos, como los pulpos, un segundo y un tercer corazón, para no morir de infelicidad cada vez que algo o alguien nos lo rompa. Esto es, en definitiva, la alegría que necesitamos, no la alegría pura sino la que nos permite seguir bailando, un saber recomponerse constantemente mediante la invención (y el desorden). Y puede ser que encontremos aquí la razón de por qué con frecuencia la alegría (la de los ojos entornados y sonrisa extendida) la asociemos a la infancia, ya sea la infancia auténtica o a esa otra infancia de la senectud. La invención es la clave, el séptimo sentido lúdico, ese sentido que desaparece en la adultez por una cuestión práctica dentro del orden y la estructura que queremos (o nos obligan) vivir. Por eso es tan complicado sentirla, por eso se nos escapa de las manos adaptadas a los teclados, salvo cuando nos perdemos en la niebla de lo etílico y, en consecuencia, perdemos los prejuicios, perdemos la lógica, nos perdemos en pensamientos.

Al fin una conclusión: la alegría es anormativa, quizá porque no se trate de algo a aprender. No aprendemos a ser alegres, la alegría es una impronta que heredamos de generaciones anteriores, está en nuestros genes. De la misma manera que Konrad Lorenz logró que unos patitos recién nacidos siguieran imitando los movimientos de “mamá pata”, así en los humanos basta con reproducir la alegría para arrastrar a otros humanos a seguirnos. Justamente porque es rastro y rasgo al mismo tiempo, porque no necesitamos traducir el código de la alegría, porque la alegría no es un lenguaje, sino un síntoma, un comportamiento, un estar que solo necesita de la imitación para reafirmarse, por eso… por eso la necesitamos.